domingo, 26 de diciembre de 2010

Cadenas...

Cadenas.

“Lo verdaderamente importante no es si uno tiene miedo o no, sino lo que uno hace con su cobardía. Puedes entregarte a ella atado de pies y manos, como un preso. O puedes intentar enfrentarte a ella”

Urbano, en el Corazón del Tártaro. DE ROSA REGÁS.

Algo se quema, pensó. Miró hacia la carretera que cruzaba cerca de su casa y pudo ver una columna de humo que se elevaba. Su atención se posó como una mariposa juguetona en sus manos, el sudor que las humedecía le avisaba que los síntomas habían comenzado.

Hace años que arrastraba aquella carga; recordaba como su primer ataque de pánico le golpeo como una maza. Se encontraba en la calle cuando, de repente, sintió que el mundo se convertía en algo irreal, algo huidizo que se desdibujaba en sus retinas, sintiéndose morir se dio cuenta de que corría, la gente la miraba como quien mira al que ha perdido la razón. Cuando se dio cuenta estaba en su casa con un miedo atroz a salir a la calle, en casa se sentía segura, podía respirar más tranquila. Aquella falsa tranquilidad se fue convirtiendo en la tranquilidad de un mausoleo. Simplemente fue dejando de vivir, poco a poco fue cediendo terreno, primero dejó de ir sola a los sitios, subir en autobuses, trenes por último dejó de conducir. Recluida en su casa, muerta en vida, así se sentía. Fue al médico que le recetó una medicación, ella se la tomaba disciplinadamente; no mejoró. Los ataques seguían sucediéndose en cuanto intentaba exponerse a la vida normal.

Cuando empezó a trabajar con aquel psicólogo lo hizo por su familia, ella había perdido la esperanza, demasiadas horas de desesperación, frustración y enfado. Trabajo, esfuerzo y coraje esas fueron las palabras que le dijo su psicólogo, era aquello lo que le ayudaría a salir del pozo en el que estaba.

Poco a poco vinieron las tareas que, gradualmente, la iban exponiendo a sus temores más profundos; llegaron las sesiones en las que tuvo que comprender lo que nadie se había molestado en contarle. Supo lo que le estaba pasando, cómo se inició y como se mantenía el monstruo interior que la tenía prisionera.

Miraba al cielo azul y respiraba de la manera que le habían enseñado, ahora entendía lo del coraje, tenía que empezar su tarea diaria. Como el que tiene que aprender a andar después de una larga permanencia en una silla de ruedas, así se sentía ella. Lo que era normal para todo el mundo, lo que antes lo era para ella: salir a la calle, andar por ella, sin sentir que el suelo se abría bajo sus pies. Paso a paso se iba abriendo camino entre la gente, sabía que tenía que ir conquistando palmo a palmo el terreno perdido, ya estaba cerca de la primera esquina, después vendrían tres más, en cada una de ellas se tendría que parar, mirar atrás y seguir adelante. Desde la otra acera le llegó el saludo de su amiga que, maletín en mano se introducía en un taxi.

Un día más había llegado hasta el final, mañana volvería a salir a la calle, volvería a enfrentarse con sus miedos. Al llegar al portal de su casa se sintió como una exploradora que había llegado hasta un lugar remoto. Una creciente satisfacción, una fuerte sensación de autorrealización se fue instalando en ella; definitivamente su psicólogo tenía razón cuando decía que, en gran medida la felicidad consiste en saberse en el camino adecuado, sea cual sea la dirección y la meta a la que queremos llegar. Sintió, como si de una sensación física se tratara, como si uno de los eslabones de la cadena que le ataban se abriera, su cadena era hoy un poco menos pesada.

Sed felices o, al menos, intentadlo...

jueves, 16 de diciembre de 2010

Destellos...

Destellos.

Y DIJO UNA MUJER: Háblanos del Dolor.

Y él respondió:

Vuestro dolor es la fractura de la cáscara que

envuelve vuestro entendimiento.

Así como el hueso del fruto debe quebrarse para

que su corazón se exponga al sol, así debéis conocer el

dolor.

Si vuestro corazón pudiese vivir siempre deslumbrado

ante el milagro cotidiano, vuestro dolor no

os parecería menos maravilloso que vuestra alegría.

Y aceptaríais las estaciones de vuestro corazón, como

siempre habéis aceptado las estaciones que experimentan

vuestros campos.

Y contemplaríais serenamente los inviernos de

vuestra aflicción.

Gran parte de vuestro sufrimiento es por vosotros

mismos escogido.

El profeta

GIBRÁN KHALIL GIBRÁN

Cuando llegaron no había nada que hacer, aquel pobre tipo yacía inanimado en aquel descampado, le habían dado una buena paliza. Probablemente uno de los golpes había provocado una hemorragia interna. Miró a sus compañeros y les hizo una seña. Se quedó unos instantes mirando el cuerpo, en su cara había una extraña expresión. Estaba acostumbrado a ver las distintas caras de la muerte. El turno acababa de empezar y no lo había hecho especialmente bien. Después de un rato en el que hablaron con la policía que había llegado un poco después que ellos se montaron en la ambulancia y se marcharon.

Llevaba varios años en este trabajo, al principio pensaba que los compañeros que decían estar quemados eran unos blandos, él no se sentía así, pero los años habían pasado, muchas horas en este trabajo que, en ocasiones, era lo más parecido a una montaña rusa. El dolor ajeno te va marcando, lentamente al principio, luego cada cara te deja una marca en tu cerebro, al menos era lo que él sentía.

Desde que había acabado la carrera de enfermería lo había tenido claro, el trabajo que le gustaba era de calle, de contacto con lo extremo, allí donde podría sentirse más útil.

Antonio, el conductor bromeaba en la lejanía, sumido en sus pensamientos se sentía a mil kilómetros de allí; en los últimos tiempos le habían dicho varias compañeros que le notaban extraño, la verdad es que no estaba pasando por sus mejores momentos. Sentía un malestar que en ocasiones llegaba a ser físico, no acababa de desconectar, cuando se marchaba a su casa las escenas que, en otro tiempo, no le afectaban le rondaban la cabeza, le taladraban su cerebro como una broca.

Otra llamada, algo se tensó dentro de su interior, un accidente múltiple, la ambulancia dio un tirón fruto de la aceleración, podía ver las caras de los conductores que se apartaban al sentir como se acercaban, de forma experta el conductor sorteaba los vehículos, lo miró atentamente, era la imagen de la concentración. Una larga retención, al fondo una columna de humo negro, otro acelerón, un conductor despistado que se cruza y el juramento seguido del frenazo. Llegaron y salieron a todo correr de la ambulancia, había tres coches implicados, uno de ellos estaba ardiendo, unos conductores intentaban con poco éxito apagar el fuego con unos extintores de bolsillo, el fuego devoraba el vehículo. Rápidamente se repartieron para valorar la situación, la peor parte se la había llevado un coche de color rojo, imposible saber que marca era, dentro, el conductor, entre los amasijos de hierros retorcidos estaba completamente inmóvil, detrás una niña de unos diez años, atrapada, tenía los ojos muy abiertos, estaba atrapada de tal manera que su cabeza miraba al techo del vehículo, no paraba de llamar a su padre, era imposible que pudiera verlo. Se Su compañero se acercó al padre y le hizo una señal negativa, él se encargo de la niña, de cintura para abajo estaba atrapada y una gran mancha de sangre se extendía por sus piernas. Lo primero era estabilizarla, mientras trabajaba, le hablaba, intentaba tranquilizarla, no le gustaba como pintaba, deseó que llegaran los bomberos para excarcelarla, era muy difícil trabajar en la postura en la que estaba. La niña, ahora sólo susurraba algo ininteligible, empeoraba, no le quedaba mucho tiempo si no era atendida de otra manera. Se oyó una explosión y un gran destello le cegó momentáneamente, oyó como le decían que saliera del coche, tenía una posición extraña, metido en la parte de detrás de lo que fuera el habitáculo, su cara estaba muy cerca de la de la niña. Abrió los ojos y le dijo: “tengo miedo, papá no contesta, no me dejes ¿vale?”, lo dijo muy bajito; los gritos, el humo que les hacía toser, su pequeña mano en la suya. Va a explotar, pensó, esto va explotar, eso era lo que los gritos decían, estaba muy lejos de los de fuera, muy lejos, allí, en aquel lugar del mundo todo lo que tenía sentido era aquella pequeña mano en la suya, sintió el calor, el fuego que no podía ver había llegado, miró de reojo hacia fuera y pudo ver a través de las llamas a sus compañeros que, desesperados, le gritaban algo que ya no podía escuchar. Supo que no saldría vivo de allí.

- No me dejes sola.

- No me iré de aquí preciosa, no me iré.

Una llamarada se elevó por encima de las cabezas de los que miraban la escena aterrorizados, sus compañeros se miraron impotentes mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.


Sed felices o, al menos, intentadlo...